Verónica, 32 años, de Aranda de Duero: No me arrepiento de nada

Traición historiaMi nombre es Verónica M., tengo 32 años y soy de Aranda de Duero.

Trabajo como empleada en una agencia publicitaria. Estoy segura de que todos los hombres que me conocen piensan que soy una mojigata ingenua y ninguno jamás imaginaría que soy capaz de lo que estoy por contar.

Mi historia de amor con David ha comenzado hace poco más de 6 años. Antes que él he tenido sólo otro novio (siempre de acuerdo con la reputación de “mojigata”), que no hizo más que traicionarme y con el cual estuve en pareja durante tres años.

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Después de aquella historia he permanecido soltera por dos años, y luego conocí a David en un sitio de Internet. Nunca consideramos el matrimonio, porque ambos pensamos que una relación no debe ser convalidada en un trozo de papel para funcionar. No podemos tener hijos.

Diría que David no es un sujeto celoso, pero la infidelidad es un tabú para ambos. Al menos así era hasta hace poco. David siempre ha sido muy considerado en nuestros confrontamientos y siempre ha soportado mis pequeños defectos sin mosquearse.

En general, somos muy felices juntos. Mejor dicho: éramos felices juntos. Nuestra relación comenzó a estancarse hasta el punto de poder ser descrita como que “ni pincha ni corta”, sin nada espectacular. Estaba convencida de que continuaría estancándose por muchos años más, hasta el día en que conocí a Manuel.

Manuel y yo nos conocimos por primera vez en una gasolinera en camino a mi oficina. Yo luchaba torpemente con el tapón de llenado cuando en un cierto punto una voz a mis espaldas me ha preguntado: “¿Puedo ayudarle?”.

Me he girado y he visto que se trataba de un hombre atractivo. Tendría cerca de 30 años y me sonreía amistosamente. No sé si han sido sus ojos vivaces, aquella sonrisa traviesa o los cabellos enmarañados que le daban un aire de muchachito, de tal forma que no pude evitar sonreírle por mi parte. La sonrisa que le di no era una sonrisa estándar, de esas que se hacen por educación, sino el tipo de sonrisa que las mujeres reservamos sólo para los hombres a quienes no sabemos decir que no.

Me avergoncé un poco de esta reacción y me ruboricé de imprevisto, cosa que no pasó desapercibida en sus ojos (como él luego me contaría durante nuestros encuentros siguientes. Pero de esto hablaremos más adelante). Antes de conseguir emitir palabra, él había ya removido el tapón de llenado y tomado el dispensador.

Con una actitud resuelta, lo colocó en la abertura del tanque. Estupefacta, lo dejé seguir preguntándome sólo por un instante cómo sabría cuánto combustible debía colocar. ¿Me lo había imaginado, o había introducido el pico del dispensador con una sonrisa maliciosa? No sólo me sentí tomada por sorpresa sino también un poco, cómo decirlo, excitada. Le agradecí fervientemente e insistí para ir a pagar sola, incluso si, mientras lo hacía, me volví una vez para mirarlo.

En el momento de pagar, no lograba pensar de forma clara y no recordaba siquiera de qué dispensador me había cargado combustible. Pensaba sólo que en algunos segundos volvería a ver a aquel hombre fascinante pero, mientras salía, me quedé atónita al comprobar que, aparte de una señora entrada en años, no había nadie más en la gasolinera.

Claramente, me sentí bastante decepcionada. Puse el automóvil en movimiento y sólo un par de metros más adelante noté un trozo de papel sobre el parabrisas. Evité causar un accidente probablemente sólo porque no había nadie detrás mío: pisé el freno con tanta fuerza que de otra forma un piñazo habría estado garantizado.

¿Qué podría haber escrito en aquel papelillo? Podía descubrirlo sólo con tomarlo del parabrisas. Esperé un par de minutos antes de desplegar el papel y leer el contenido. Rezaba “Manuel” en una caligrafía cuidada y elegante. Debajo, había un número de teléfono. “Houston, tenemos un problema”, pensé para mí misma, pero estoy segura de haber tenido una gran sonrisa estampada en el rostro mientras encendía nuevamente el motor.

Pasó poco más de una semana antes de que me decidiese a llamar a Manuel. Estaba combatiendo entre lo fascinante de su sonrisa y el hecho de que, sin embargo, era la novia de David.

En un momento me decía a mí misma que no debería comprometer mi relación con David, pero al momento siguiente me consolaba diciendo que “sólo una vez no cuenta”. Un día, cuando estaba dirigiéndome al trabajo, me detuve en un teléfono público y desde allí llamé a Manuel.

En un inicio, estaba tan emocionada que no lograba emitir palabra. Cuando, después de algunos segundos, aún no lograba hablar, oí una voz que provenía del teléfono: “Ya había comenzado a pensar que no aparecerías. ¿Cuándo podemos vernos?” Desde ese momento en más sucedió todo muy vertiginosamente y esa misma tarde me encontré entre sus brazos. Y en su cama.

Debo precisar una cosa: no soy una tía “fácil”. Al contrario, soy muy introvertida y no soy del tipo para tener una aventura. Manuel, sin embargo, logró pulsar todos los “botones justos”, incluso aquellos que no sabía que yo misma tenía.

Cuando nos encontramos en un bar después del trabajo y volví a ver su sonrisa, sentí el corazón lleno de alegría y todos mis miedos y pensamientos se desvanecieron al instante. Tenía una forma de actuar tan placentera que no logré decirle que no cuando me dijo que quería mostrarme algo en su casa.

Ya había sucedido otras veces que, durante la tarde, había debido trabajar en la agencia durante más tiempo del previsto, por lo cual contaba ya con una excusa verosímil. Aquello que quería mostrarme no era sólo un bello piso decorado con gusto en una de las mejores zonas de la ciudad, sino también ciertos otros “atributos” suyos que -dejádmelo decir- eran realmente notables.

Las tardes pasadas entre sus brazos, su cuerpo, sus besos y el sexo inigualable pronto se convirtieron en cosas que no podía resignar. Al contrario de David, Manuel era un amante muy dedicado y, además, se veía que tenía experiencia.

Nos veíamos seguido y por un tiempo logré seguir adelante sin problemas mi doble juego. En un cierto punto, sin embargo, David me dijo que le parecía “cambiada” y entonces comprendí que pronto debería tomar una decisión.

Además, en ese mismo momento, comencé a notar que Manuel era ciertamente un amante sensacional y una persona muy placentera, pero (¿cómo podía ser de otra manera?) también era bastante superficial e inconstante. Habría sido mejor haberse dado cuenta antes porque quizá para el momento ya había quedado atrapada en el problema.

No podía escapar de una conversación clarificadora con David. Se la debía. Las últimas palabras que le oí decir fueron que lo había desilusionado extremadamente. No volví a verlo desde entonces.

Aprovechando una ausencia mía temporaria, tomó todas sus cosas del piso donde convivíamos y desapareció de mi vida, sin decir nada y sin dejar rastros. Nunca intenté suplicarle que me diera una nueva oportunidad, porque sabía bien que no era el tipo de hombre que cambia de idea cuando toma una decisión tan importante.

A Manuel volví a verlo sólo un par de veces, porque estaba muy destrozada emocionalmente y no hacía más que echarme la culpa de lo sucedido. Además, en secreto no le perdonaba aquella ligereza que lo distinguía y que había casi destruido mi vida.

Cuando terminó todo también con él, me quedó poco de mi vida de antes.

A menudo me pregunto si estoy arrepentida de aquello que he hecho, y debo decir que no lo estoy. El destino me ha enseñado una lección preciosa, y es que soy una persona deseable. Además, con Manuel pasé horas bellísimas de las cuales guardaré siempre el recuerdo. Aún más, querría aprovechar la ocasión para decir: David, siento que haya acabado así. ¡Espero de veras que te encuentres bien!