Historia de engaño (Ángel, 44 años, Madrid)

Historia de engaño (Madrid)Me llamo Ángel, tengo 44 años y vivo en Madrid. Estoy casado hace 20 años.

Como todos los hombres, incluso estando casado, obviamente yo también admito admirar secretamente las bellas muchachas en minifalda y en pantalones cortos. ¿Quién de nosotros no lo hace? Sin embargo, de ese punto a traicionar a mi mujer, ¡hay una buena diferencia!

“No, gracias”, siempre pensé, “El adulterio no es para mí. ¡Yo soy un hombre fiel!”. Todo esto cambió de un golpe cuando conocí a Mónica.

Estaba en la plataforma esperando el tren, porque debía ir a Barcelona por trabajo. Ella apareció como de la nada, se acercó y, con un cigarro entre los dedos, me preguntó tímidamente si tenía un encendedor.

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“Siempre tengo fuego”, dije bromeando. De pronto me sentí impresionado con sus ojos de gacela y con sus prendas casuales e informales que cubrían con arte sus curvas, dejándome, sin embargo, intuir un físico sinuoso. Unas botas adorables resaltaban aún más sus largas y finas piernas y de pronto comencé a sentir calor en todo el cuerpo. ¿Qué me sucedía? Hasta ese momento, sólo había experimentado una reacción similar con mi esposa.

Sólo por decir algo, luego de haberle dado el encendedor, comenté secamente: “A decir verdad, está prohibido fumar sobre las plataformas”. “Lo sé”, me respondió ella, con una sonrisa que me dejó casi noqueado. “Pero debo fumar en este momento, porque luego sobre el tren no podré hacerlo por tres horas seguidas”, agregó, expulsando el humo del cigarrillo. Era tan bella ¡y además era mi tipo! Parecía tener cerca de 30 años y quizá también estaba casada, pero no podía saberlo con certeza.

Poco después llegó el tren. Ella arrojó el cigarro al suelo y subió al mismo vagón donde estaba yo. Había pocos asientos reservados y también pocos pasajeros. Quiso la suerte que encontráramos rápidamente un vagón completamente vacío.

“Entonces ahora hacemos el camino juntos”, me dijo, mientra nos acomodábamos. Habíamos ambos ocupado asientos junto a la ventana, por lo que estábamos enfrentados. No pude hacer más que reposar mi mirada sobre sus bellas piernas. La falda se le había alzado lo necesario para que notase que llevaba un tanga de encaje negro, lo que me pareció muy excitante.

Durante el viaje charlamos, y se sentía como si nos conociéramos de toda la vida. Me dijo que su nombre era Mónica y que estaba en camino a Barcelona para visitar a sus padres.

Trabajaba como profesora de Historia del Arte en Madrid, tenía un hijo pequeño, que en el momento se hallaba con su ex marido. Añadió que tenía la necesidad de unas vacaciones para recuperarse del estrés del “doble trabajo” como madre y docente.

Quizá no soy un Adonis, pero para un hombre de 44 años, modestamente no estoy nada mal. Pronto comencé a notar que ella me encontraba interesante y que me observaba de un modo muy particular. Su timidez inicial había desaparecido. Pronto comenzamos a tutearnos y no pude menos que decirle una pequeña mentira, pensando en la posibilidad de que entre nosotros las cosas fueran en cierta dirección. Le dije estar divorciado yo también, y que vivía solo en un pequeño piso en Malasaña, cosa obviamente falsa.

Me daba cuenta estar negando a mi esposa y que esto no era algo bonito, pero la provocativa sonrisa de Mónica hizo desaparecer de inmediato todos mis remordimientos. Hablamos de todo y de nada, y el viaje en tren pasó volando.

Poco antes de llegar a nuestro destino, osé preguntarle si verdaderamente pretendía pasar el sábado por la noche mirando televisión con sus padres. “No”, respondió ella, con una mirada que lo decía todo.

En ese punto tomé coraje y le propuse encontrarnos para pasar la velada juntos. “Me encantaría. Así, además, evitaré molestar demasiado en mi casa”, dijo y sonrió de una forma que me hizo desear aún más que ya fuera sábado por la noche.

En seguida, fijamos un horario y un sitio para la cita.

Los días siguientes fueron una tortura. Mis compromisos laborales fueron eclipsados por fantasías con los ojos abiertos en las cuales seducía a Mónica de todos los modos posibles e imaginables. Sin tener idea, mi esposa me llamó al móvil para asegurarse que estuviera bien. “Ciertamente”, contesté, mientras imaginaba el cuerpo desnudo de Mónica en todo su esplendor.

Finalmente, llegó el sábado por la noche. Luego de un buen duchazo y de quedar como nuevo, me dirigí al lugar de la cita. No debí esperar mucho tiempo antes que ella apareciera por la esquina. Estaba tan hermosa que me dejó sin aliento. Llevaba un vestido de seda que permitía adivinarlo todo y nada, y una cascada de rizos rubios enmarcaba su rostro y acariciaba sus hombros desnudos. Antes, había reservado dos sitios en un romántico salón de baile, al cual fuimos en taxi.

Aquella noche ambos sabíamos que entre nosotros había más que una simple simpatía recíproca. Ya desde el primer baile noté el fuego y la pasión en los ojos de Mónica. Nuestros cuerpos se aferraban el uno al otro cada vez con más intensidad. Podía sentir sus senos vibrar contra mi pecho y cuando en la sala pasaron una canción lenta, no pudimos contenernos. Nuestros labios se encontraron dulcemente y poco después estábamos besándonos tan apasionadamente que las otras parejas sobre la pista de baile nos miraban con la boca abierta.

Nos encontrábamos como embriagados. No lográbamos dejar de adherirnos el uno al otra como dos enredaderas mientras nuestras lenguas se buscaban con entusiasmo.

“Oye”, dije a Mónica mientras oscurecía, “¿qué dirías de una copa de vino en mi habitación de hotel? El minibar sólo espera ser vaciado”. En lugar de responderme, me besó nuevamente con ímpetu y me y me tiró de la manga de la chaqueta en dirección a la salida. Un taxi detenido en la calle nos llevó velozmente hasta el hotel. El portero hizo una mueca de escándalo cuando me vio entrar con Mónica tomada del brazo, pero no podía importarme menos. Mientras continuamos besándonos en el ascensor, una erección que amenazaba con destruir mis pantalones dejó en claro que no podría frenar mis hormonas por mucho tiempo. También Mónica la notó y, como para darme una confirmación adicional, se estrechó contra mí voluptuosamente.

A penas entramos en la habitación, simplemente no hubo manera de dominar nuestro deseo recíproco. En ese momento no existía ni el vino ni el minibar. Sólo existía aquel gran e inevitable lecho matrimonial. En sólo un segundo nos desvestimos completamente. Exploré cada centímetro de su cuerpo tembloroso con mi lengua, hasta llegar a su centro de placer.

Al mismo tiempo, sus labios se cerraban sobre mi miembro con una intensidad que casi me hizo perder el sentido. Cuando la penetré por primera vez, explotó debajo mío como un volcán y yo no pude hacer otra cosa que seguir su ejemplo.

Tuve un orgasmo salvaje, que llegó a su pico en los temblores de su cuerpo extasiado. Fue una noche como no podría haber imaginado ni en mis sueños más salvajes. Nuestros cuerpos hacían lo que querían, hasta el momento en que el agotamiento tomó el control y nos quedamos dormidos.

La mañana siguiente me desperté y no encontré a Mónica tumbada a mi lado. Sobre la mesa había una nota suya, que decía: “¡Ha sido todo muy bello! Ahora vuelve con tu mujer, ¿o pensabas que no notaría la marca del anillo que te has quitado del dedo anular izquierdo? ¡No me busques! Dejemos las cosas como están. Mónica”.

Desafortunadamente no volví a verla jamás. Nunca confesé nada a mi mujer.